Nikon D300 + Tamron 90mm f 2.8 (ISO 400; 1/160s; f8; -0,33 eV)
Un viejo
tronco de encina, de tenebrosa mirada, en la Sierra de Montánchez
(Cáceres).
Recuerdo que cuando éramos niños celebrábamos
el Día de Todos los Santos paseando hasta el cementerio del pueblo, pertrechados
con nuestra bolsa de higos y nueces. Con ellos fabricábamos los famosos y
energéticos “casamientos”, abriendo por la mitad los higos secos y metiendo en su
interior las nueces, de tal manera que quedasen completamente envueltas. ¡Todo
un manjar! A veces también llevábamos bellotas dulces y castañas para acompañar
a los higos. Y esto era lo más divertido, porque recorrer el cementerio siempre
me pareció un momento muy triste, rodeado por tanta gente apenada por el
recuerdo de sus seres queridos.
Esta tradición subsiste a duras
penas en algunos pueblos de Extremadura (la chaquetía, la calbotá o el calvote,
por ejemplo) habiendo sido engullida literalmente por las celebraciones de
Halloween (All Hallows' Eve), o de Jalogüin, por decirlo un poco más en castúo.
De repente llegaron las calabazas, el “truco o trato”, las calaveras y los
disfraces de zombis, consecuencia del imparable efecto globalizador de las
tradiciones norteamericanas, como ya ocurrió con Papa Noel y los Reyes Magos,
que casi terminan extraditados a Oriente. Las tradiciones son así: perduran, se
extinguen o nos invaden. De hecho, en Estados Unidos las celebraciones de
Halloween también irrumpieron sin permiso, siendo introducidas por los emigrantes
irlandeses, ya que los orígenes de esta festividad provienen de la cultura
celta, de rituales en los que se homenajeaba a los difuntos y se espantaba a los
espíritus malignos.